Todo empezó con una mosca. Una de esas moscas de color azul metálico, enormes engendros peludos, zumbantes, asquerosos y portadores de microbios. Saben a cuáles me refiero, ¿verdad?
Apareció en el baño, zumba que zumba. Así como a los bichos en la bañera, detesto que haya moscas volando en mi baño. Y también en cualquier otra parte de la casa. No son tan malas como algunos de mis parientes pero por ahí le andan, así que fui a buscar el matamoscas (lástima que no haya un equivalente del matamoscas para los parientes).
Después de una
Pensé que ahí se había terminado el asunto... pero entonces apareció otra mosca. Y otra más. También las pasé violentamente a una mejor vida... ¡y rápidamente fueron sustituidas por otras! ¡Cada vez eran más! ¡LAS MOSCAS ESTABAN INVADIENDO MI CASA! ¡¡AAAAHHHH!!
Era obvio a estas alturas que había algo así como una especie de misterio a lo CSI detrás de la invasión díptera, de modo que me puse a investigar.
Apelando a mi extenso conocimiento entomológico (= base de datos irrelevantes sobre bichos) que adquirí por la fuerza en la Facultad de Veterinaria (así como unos nombres de parásitos tan pintorescos y difíciles de pronunciar como Macracanthorhynchus hirudinaceus), tomé con unas pinzas un cadáver de mosca y llegué a la conclusión de que se trataba de una mosca cadavérica. No, no es una redundancia: era una mosca devoradora de cadáveres. Es que las moscas no tienen un paladar precisamente refinado: algunas comen excremento, otras basura, y otras carne en estado de descomposición. Si es verdad que somos lo que comemos, ahora se entiende por qué las moscas son tan desagradables. (Nota mental: evitar el excremento, la basura y la carne en descomposición como parte de mi dieta.)
En fin, la identificación de la mosca me llevó a una segunda conclusión: ¡tenía que haber un cadáver en las proximidades!
—¿Has asesinado a alguien últimamente? ¿A nuestro vecino loco, tal vez? —le pregunté a mi madre.
—¿De qué estás hablando? —replicó ella.
—Vamos, madre, confiesa: ¿dónde escondiste el cuerpo? No me molesta que lo hayas asesinado, pero el cadáver está atrayendo moscas. Por lo menos podrías haberlo tirado lejos de aquí.
—Tiene que ser otro cadáver. Todavía estoy buscando la manera de matar a ese viejo chiflado sin que me descubran.
(Aquí mi madre soltó una risa maquiavélica mientras pasaba las páginas de su última adquisición literaria: Cómo asesinar a los vecinos molestos. Luego se detuvo para afilar un cuchillo de carnicero.)
Bien, era obvio que por ahí no iba la cosa, de modo que seguí el rastro de las moscas. De pronto recordé que en el baño hay un agujero que da a la azotea. Fui entonces a buscar la escalera y subí al techo.
¡Eureka! Ahí estaba el cadáver: una paloma semiputrefacta.
Una minuciosa necropsia me permitió determinar que la paloma había muerto de algún acontecimiento letal en algún momento del presente siglo (desafío a cualquiera a demostrar lo contrario). Y como ya no podía hacer nada por la pobre criatura, la metí en una bolsa y la tiré a la basura. Después puse una rejilla en el agujero y maté al resto de las moscas que pululaban por mi casa. Así terminó la invasión de las moscas necróvoras.
Caso cerrado. Gil Grissom estaría orgulloso de mí :-)
G. E.
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