¡Aquí les vengo con otra historia, yuju! En este caso se trata de una versión alterna de La bella durmiente . ¿Han leído el cuento original ...

EL SUEÑO DE LOS CIEN AÑOS

¡Aquí les vengo con otra historia, yuju! En este caso se trata de una versión alterna de La bella durmiente. ¿Han leído el cuento original o visto al menos la película de Disney? Sea cual sea la versión, la pobre princesa es prácticamente un MacGuffin. La peli me gusta mucho, sin embargo, ya que: a) las tres señoras hadas tienen buena onda y hacen casi todo el trabajo, b) Maléfica rebosa perversidad y elegancia y c) la animación es muy bonita, sobre todo los fondos.

En cuanto a la historia original... bueno, mejor no leerla a los niños, la verdad. Aquí les va el resumen por parte de Pascu y Rodri:



Espero que semejante barbaridad de cuento de hadas no les haya provocado un trauma o algo así :-D

En fin, que la princesa esté casi de adorno en su propia historia es un detalle que siempre me ha molestado mucho, por lo que mi mente se puso a trabajar y me largó una trama con numerosas diferencias. Quedó una historia breve, sin embargo, de modo que la sinopsis es igualmente breve:

Una maldición de sueño, la esperanza de un amor verdadero... y un hada decidida a proteger a toda costa la felicidad de su querida amiga princesa.


No pongo la muestra gratis de Amazon (a pesar de que he subido el relato ahí también) porque el librito es un regalo, tal que se puede descargar cliqueando en este enlace. El mismo los llevará a una carpeta en mi Google Drive donde encontrarán el archivo en tres formatos: MOBI (para teléfonos y Kindles viejos), AZW3 (para Kindles nuevos) y EPUB (el cual se puede leer con numerosas aplicaciones en cualquier dispositivo).

Ojalá les guste :-) (¡vengan a decírmelo!).

G. E.

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Bueno, me llevó un tiempito poner a punto la última parte de la historia de mi elfa invernal (los libritos anteriores son Corazón de vera...

ESPÍRITU EN EL DESIERTO


Bueno, me llevó un tiempito poner a punto la última parte de la historia de mi elfa invernal (los libritos anteriores son Corazón de verano y Alma de océano), pero al fin está disponible para el público :-) La historia es más sencilla y corta que Alma de océano pero ojalá no guste menos por ello, dado que traté de darle el mejor cierre posible. Sinopsis:

La elfa Isala tiene un sueño. Alguien le está pidiendo ayuda desde un desierto, por lo que ella no dudará en dirigirse ahí con su pequeña amiga hada, lista para enfrentar la terrible amenaza que muy pronto hallará.

A continuación, la muestra gratis (clic en la portada para empezar a leer).



MIL GRACIAS a quienes compren la historia, si bien próximamente las tres partes estarán disponibles en forma gratuita en varios sitios, incluyendo mi Google Drive (para descarga directa). Vamos, que las lecturas gratuitas son buenas para el público, pero tengo que amortizar los costos de las portadas y alimentar a mi gato... por no hablar de a mí misma, puestos en ello :-P

Si la minitrilogía se populariza lo suficiente, tengo una buena idea para la continuación, ¡así que anímense a compartirla, reseñarla y/o recomendarla! (en caso de que les haya gustado y quieran una continuación, obviamente, porque no tendría sentido hacer nada de lo anterior sin un mínimo de interés).

Listo, me voy a trabajar ahora en mi siguiente proyecto :-)

G. E.

EDITADO EL 29/7/2020 PARA AÑADIR:

Corazón de verano, Alma de océano y Espíritu en el desierto ya están disponibles para su descarga gratuita desde una carpeta en mi Google Drive. Encontrarán tres versiones de cada archivo: MOBI (para teléfonos y Kindles viejos), AZW3 (para Kindles nuevos) y EPUB (para cualquier dispositivo con una app adecuada para leer este tipo de archivos; la de Calibre, por ejemplo). Clic aquí para ir a la carpeta.

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[Primera parte de la historia aquí , segunda parte de la historia aquí .] Para Hamza Okoro, Nueva York no podía ser más diferente de la...

LA MALDICIÓN DEL TIGRE (3)

[Primera parte de la historia aquí, segunda parte de la historia aquí.]


Para Hamza Okoro, Nueva York no podía ser más diferente de la pequeña aldea africana donde había nacido. Incluso en la época actual, el hogar de sus padres carecía de electricidad y agua corriente, y la ciudad más cercana se hallaba a muchos kilómetros de distancia. Sin embargo, según su abuelo, la civilización los había alcanzado de otras maneras, y no precisamente favorables.

¿Qué quedaba de las grandes sabanas que solían recorrer los ñus y los elefantes, los leones y las hienas? Poca cosa. Excepto por las reservas, donde nadie entraba salvo los turistas, las tierras vírgenes habían sido dedicadas a la ganadería o convertidas en campos pobres de cultivo. En otros lugares había fábricas y ciudades, o extensos basureros que alojaban los desperdicios del mundo moderno.

A pesar de todo, Hamza era un cazador. Su abuelo le había enseñado a seguir rastros, aunque fuera de pequeños roedores, y él había practicado el tiro al blanco con objetos inanimados, móviles o inmóviles. No obstante, a diferencia de su colega Randy Winston, él nunca había matado un solo animal. Su vocación de cazador era puro instinto, como los gatos domésticos que juegan con bolas de lana en lugar de ratones. Estaba bien así. Perseguir animales para protegerlos era igual de satisfactorio.

Hamza había atravesado medio mundo para llegar a Nueva York, obedeciendo un pedido de lo más extraño. Bueno, el pedido no era tan extraño, pero sí las explicaciones que llevaban a él. ¿La misión? Capturar un tigre. ¿Lo raro del asunto? Para empezar, se trataba del mismo felino que le había destrozado los brazos a su colega Winston, quien no sólo había sufrido la amputación de uno de ellos, sino que se hallaba también en un estado delirante para el que los médicos no tenían respuesta alguna. Básicamente se lo pasaba diciendo incoherencias sobre reyes de la selva y precios a pagar por la osadía de mancillar lo que era sagrado.

En segundo lugar, el felino se había extraviado en plena Ciudad de Nueva York, y llevaba así varias semanas sin que nadie hubiera podido atraparlo. De algún modo había llegado hasta el mismísimo Parque Central, y todos los equipos destinados a recuperarlo habían desaparecido en él como si fuera la antigua Amazonia. Eso no tenía ningún sentido, pero más increíble era la siguiente pieza de información: una de las veterinarias del zoológico, la doctora Susan Dale, se las había arreglado para liberar a los demás animales encerrados, y éstos también se habían refugiado en el Parque Central.

Hamza había pensado que le estaban jugando una broma, pero no, la cosa iba en serio, y ahora él tenía que capturar al tigre fugitivo y posiblemente al resto de la fauna del zoológico. Para redondear la situación, nadie había contestado sus llamadas durante las últimas cinco horas. Hamza, por lo tanto, se dirigió primero al zoológico, donde se suponía que un grupo de expertos lo estaría esperando para ayudarlo en su tarea.

Mucho antes de llegar a destino, el hombre se dio cuenta de que algo no estaba bien. Era apenas la segunda vez que visitaba Nueva York, pero la recordaba como una ciudad ruidosa y ajetreada, con peatones que iban de un lado a otro muy concentrados en su objetivo. Esa tarde, en cambio, había muy poco tráfico, y las pocas personas que caminaban por ahí parecían deambular sin rumbo fijo. Hamza vio a varios ejecutivos detenerse poco a poco, mirar en derredor y continuar la marcha en otra dirección, como si hubieran olvidado su propósito original. El cazador disminuyó la velocidad. Tenía miedo de atropellar a alguien o de chocar con otro automóvil.

Una sorpresa todavía mayor lo esperaba en el zoológico: las puertas estaban abiertas y al parecer no había nadie en su interior, ya fueran hombres o animales. El cazador bajó de su camioneta. Ahora sí que no entendía nada, por lo que ahuecó las manos frente a su boca para llamar a gritos a quien pudiera escucharlo. Nadie le respondió, tampoco a sus llamadas telefónicas.

El hombre frunció el entrecejo. Estaba más confundido que nunca y no sabía qué hacer a continuación. ¿Debía aguardar hasta que alguien fuera a buscarlo o marchar al Parque Central en busca del tigre perdido? Tal vez los empleados del zoológico estuvieran ahí... si bien Hamza comenzaba a dudarlo. El hombre no era supersticioso, pero de pronto sintió que estaba tratando con un poder más allá de su comprensión.

Volvió a la camioneta y arrancó de nuevo. Recordando los delirios de Randy Winston, se le ocurrió que hallaría las respuestas junto al animal que lo había iniciado todo.

Un rato más tarde, Hamza detuvo el vehículo frente al Parque Central, no porque hubiera llegado a él, sino porque los árboles habían avanzado a su encuentro. El hombre bajó de la camioneta una vez más y contempló el extraordinario paisaje, tan asombrado que por un instante se quedó sin aliento.

El pavimento y los edificios estaban llenos de grietas, y la vegetación surgía de ellas como si la ciudad hubiera estado abandonada durante siglos. Los automóviles circulaban evitando las raíces y los troncos, pero allí donde no era posible, sus conductores se apeaban y continuaban a pie sin demostrar sorpresa o fastidio. Muchos de ellos abandonaban sus bolsos o portafolios, y Hamza vio a un hombre interrumpir una conversación por su móvil, contemplar el aparato unos segundos y dejarlo caer al suelo. Luego ese hombre se quitó los zapatos y la corbata y penetró en la arboleda, donde no tardó en desaparecer.

¿Qué clase de embrujo era ése?, se preguntó el cazador. Una especie de selva se estaba apoderando de Nueva York y parecía lo más natural del mundo. Hamza volvió a pensar en Randy Winston y un escalofrío recorrió su espalda. Tenía que dar la vuelta y huir. Tenía que marcharse de ese lugar antes de que el embrujo lo afectara a él también. Retrocedió hasta su camioneta... y se detuvo, porque se dio cuenta de que otra parte de su ser se moría de curiosidad. Aquello era... fascinante. Hacía tiempo que no veía tantos árboles juntos, y francamente había olvidado cuánto le gustaban. Estiró un brazo para retirar del vehículo su rifle de dardos; luego lo pensó mejor y colgó de su cinturón un cuchillo grande, de doble filo. Equipado de esta manera, se metió al parque siguiendo a las demás personas.

Lo primero que llamó su atención fue el clima: hacía calor ahí dentro, y la humedad era sofocante. Hamza abrió los botones de su camisa hasta dejar su pecho al descubierto, pero eso no le bastó para refrescarse, de modo que se quitó la prenda y la ató a su cintura. Una mariposa grande pasó frente a él. Por lo que el hombre sabía, esa especie no existía en Nueva York. Hamza pasó una mano por su frente y siguió caminando, atento a cualquier movimiento o sonido amenazador.

Las construcciones humanas del parque seguían en su sitio, pero había que prestar atención para verlas porque estaban cubiertas de hojas y enredaderas. De los senderos no quedaba mucho a estas alturas, y Hamza se preguntó si a la mañana siguiente sería capaz de distinguirlos. Probablemente no.

El cazador sintió que alguien lo observaba, pero tardó un poco en descubrir la figura oculta entre las ramas. Era una mujer joven, desnuda, cubierta de barro. Sus ojos azules destacaban como zafiros en la penumbra, y no había nada humano en su expresión. Aun así, Hamza creyó reconocerla por una foto que Winston le había enseñado.

—¿Doctora Dale? —preguntó el cazador. Ella no respondió. Se lo quedó mirando un poco más, evaluándolo en silencio, y luego escapó con la agilidad de un simio, saltando de árbol en árbol. Algunas aves chillaron a su paso.

Hamza secó de nuevo el sudor en su frente, aunque empezaba a acostumbrarse al calor. Sospechaba que muy pronto se sentiría cómodo ahí, y tal vez no le parecería mala idea quitarse toda la ropa, igual que la mujer.

Unos gruñidos y ronroneos llegaron a él. Apretando el rifle en sus manos, el hombre continuó avanzando en esa dirección. Sentía que estaba a punto de ver algo temible y maravilloso al mismo tiempo, algo que cambiaría su vida para siempre. Dar la vuelta ya no era una opción.

Los árboles se abrieron un poco, dejando entrar la luz del sol, y ahí, sobre la hierba, estaba el tigre. Su pelaje brillaba con colores intensos, y su presencia llenaba el claro más allá del espacio que realmente ocupaba su cuerpo. Sentado sobre sus patas traseras y agitando su cola anillada de un lado a otro, le dirigió al recién llegado una mirada de advertencia. El hombre levantó su rifle y apuntó, pero su dedo no oprimió el gatillo. El tigre era muy hermoso.

Había una hembra en la periferia del claro. Ésta se aproximó al tigre y restregó la cabeza contra su costado, y él le respondió con un gruñido afectuoso. El rey y la reina del Parque Central, pensó el cazador; Adán y Eva de un nuevo mundo. ¿O sería de un viejo mundo que volvía a nacer? Daba lo mismo. No sería él quien perturbara la escena, de modo que bajó el rifle y lo depositó en el suelo, como una ofrenda de paz. La mirada del tigre se suavizó. Parecía satisfecho.

Tanta belleza, pensó el hombre, retrocediendo paso a paso. Tanta belleza al borde de la extinción, rescatada en el último minuto por un milagro. Los labios de Hamza se curvaron en una sonrisa cuando un pavo real se cruzó en su camino, deslumbrándolo con los destellos de sus plumas. Ninguna obra de arte humana había llegado a superar eso.

El cazador se desvistió por completo. Ahora el calor le resultaba agradable, así como el tacto de la tierra bajo sus pies. ¿Qué necesitaba un hombre para vivir? ¿Computadoras, dinero, automóviles caros? Bah. La especie había existido miles de años sin nada de eso, y sin destruir su entorno para crear un ambiente artificial.

Lo único que Hamza conservó fue el cuchillo. Por unas horas, al menos, hasta que lo usara para afilar un palo. Necesitaba una lanza.

Esa noche cazaría su propia comida.

G. E.

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[Primera parte de la historia aquí .] El avión cruzaba el Atlántico sin tropiezos de ninguna clase, rozando apenas con su vientre metál...

LA MALDICIÓN DEL TIGRE (2)

[Primera parte de la historia aquí.]


El avión cruzaba el Atlántico sin tropiezos de ninguna clase, rozando apenas con su vientre metálico algunos montones de nubes aborregadas. A la doctora Susan Dale no le gustaba mucho el transporte aéreo, pero ese día tuvo que admitir que estaba bastante cómoda en el compartimiento de carga, sola en la penumbra. Bueno, no exactamente sola. Ella cuidaba a cierto pasajero peludo, y aunque éste no hablaba, su compañía le resultaba más satisfactoria a la mujer que la de muchas personas.

El tigre descansaba en su jaula, despierto pero en calma. Era un poco extraño; después de haber mandado a Randy Winston al hospital con heridas gravísimas, no había dado un solo problema desde su captura a pesar de ser un animal salvaje. La doctora Dale había traído suficientes tranquilizantes para todo el viaje, pero ya pensaba que no tendría que usarlos. Mejor así, por supuesto. Bastante malo era haber tenido que sacar al animal de su entorno como para encima mantenerlo drogado. Esa mirada inteligente, su indolencia gatuna, la elegante pose de esfinge... ella no quería arruinar eso. Y la forma en que el tigre la miraba de reojo la hacía estremecerse, pero no de miedo sino de emoción. Susan estaba frente a una de las especies más bellas del planeta, y cada vez que el tigre le prestaba atención era como un obsequio. Ella no tenía la obligación de cuidarlo, tenía el privilegio de cuidarlo, igual que un tesoro. Además, ya podía verse supervisando a los nuevos cachorros que el animal engendraría, los cuales serían sin duda tan magníficos como él. Las cosas no podían salir de otra manera.

El felino bostezó y luego se dio la vuelta en la jaula para mirar a Susan fijamente, transmitiéndole su fuerza y serenidad. De pronto ella se sintió parte del tigre y su mundo: oculta entre los árboles, escuchando el canto de las aves mientras esperaba a que algún herbívoro incauto se pusiera a su alcance para saltar sobre él y devorarlo. Era el llamado de la naturaleza, exhortándola a convertirse en lo que su propia especie había sido alguna vez, cuando los seres humanos aún no conocían el lenguaje escrito y vagaban por el mundo en grupos, recolectando frutos y cazando animales sin más ayuda que palos y piedras. Era una existencia dura pero sin artificios, y los hombres y mujeres formaban parte de la tierra en lugar de explotarla según su conveniencia. El ciclo de la vida y la muerte en su forma original.

La aversión de Susan por los aviones regresó en toda su intensidad. ¿Qué hacía en una máquina voladora? Ella no tenía alas propias, y sólo así concebía la idea de remontarse en el aire. Se quitó los zapatos. Ahora le molestaban, ya que no le permitían sentir de qué estaba hecho el suelo bajo sus pies. Sin embargo, no se sintió mucho mejor después de quitárselos, debido a la superficie lisa y dura que la sostenía. En ese momento habría dado cualquier cosa por caminar sobre la hierba o la arena, atravesando las distancias con el esfuerzo de su propio organismo. Las máquinas no tenían alma, eran cosas frías y muertas que sólo producían contaminación y ruido.

El tigre ladeó la cabeza. Susan tenía muchas ganas de tocarlo, de acariciar con sus dedos el hermoso pelaje y disfrutar al mismo tiempo de su calor, pero le daba un poco de miedo. O quizás fuera respeto. En comparación con el tigre, ella era muy poca cosa.

El resto del vuelo pasó sin que la mujer lo notara, como si hubiera retrocedido en el tiempo a una época anterior a los relojes, las horas y los minutos. Lo que importaba en ese entonces eran los ciclos de la noche y el día, las estaciones, el hambre y los latidos del corazón. ¿Qué falta hacían los calendarios? Parecía tonto medir lo que no se podía cambiar.

La luz del exterior penetró el compartimiento de carga cuando la puerta se abrió, y Susan vio un par de rostros conocidos pero que le costó muchísimo identificar, dado que sus nombres no significaban nada para ella. En lugar de eso tuvo que recurrir a los olores y las voces, y recién entonces pudo responder con un gesto a los hombres que la saludaron. Ellos se detuvieron y la miraron con extrañeza.

—Doctora Dale, ¿se encuentra bien? —preguntó el que se hallaba más cerca. Susan tuvo que abrir la boca varias veces antes de conseguir articular unas palabras.

—Yo... estoy... bien.

—Ah. ¿Por qué no le avisó al piloto de que hacía calor aquí dentro?

¿Calor? ¿Hacía calor? Ella no se había dado cuenta. ¿De qué estaba hablando el hombre? Susan percibió una brisa fresca en sus brazos, piernas y estómago, y al verse a sí misma descubrió que apenas estaba vestida. Se había quitado la chaqueta además de los zapatos, y había usado las tijeras de su equipo quirúrgico para recortar su blusa y pantalones. No recordaba nada de eso, pero, pensándolo bien, no había sido tan mala idea. Se sentía... más libre.

—Bueno, da igual —continuó el hombre—. El camión está esperando para trasladar la jaula. Ya tenemos los permisos de aduana. ¿Está sedado? Se ve muy tranquilo.

Susan miró al tigre. No había cambiado de posición ni de actitud, aunque sí parecía más alerta que antes. Como si esperara... algo.

Por centésima vez, Susan reprimió las ganas de acariciar al tigre y se dijo que no debía sentir lástima por el hecho de que fuera a pasar de una jaula a otra. Al fin y al cabo, pronto estaría con dos bellas compañeras, en un espacio grande y adecuado a sus necesidades. Viviría muchos años disfrutando todas las comodidades posibles, querido y admirado por los visitantes del zoológico, y... y...

Pero ya no sería un rey, pensó la mujer. Y si la especie no se recuperaba, el tigre se convertiría en una reliquia. No era el destino apropiado para semejante maravilla.

Una hora después, la jaula estaba en el camión y éste se dirigía al zoológico por una calle gris flanqueada por edificios igualmente grises. Las personas circulaban como en manadas de un lado a otro, ajenas a la ausencia de árboles. Había algunas plantas en tiestos, pero eran parte de la decoración.

Susan se percató de lo mucho que odiaba las grandes ciudades. ¿Cómo podía siquiera haber aire respirable entre tantos muros de concreto? El cielo era apenas una franja grisácea allá en lo alto, como si las construcciones humanas también se lo hubieran tragado. La mujer sintió que se ahogaba, por lo que abrió otro botón de su blusa. Ya se le veía el sujetador, pero no le importaba; era su cuerpo, algo perfectamente natural de lo que no tenía por qué avergonzarse. Que el conductor la mirara, si eso lo hacía feliz.

Un sonido empezó a elevarse desde la parte trasera del camión. Al principio era un murmullo suave, pero luego fue creciendo hasta convertirse en un poderoso ronroneo. Susan estuvo a punto de preguntar si algo le pasaba al motor del vehículo, pero entonces supo que el sonido provenía del tigre. No, no podía ser, se contradijo después; los tigres no ronroneaban... ¿o sí? Daba igual. Como fuera, el sonido había opacado el bullicio de la ciudad, desde el tráfico hasta las maquinarias de construcción. Susan no escuchaba otra cosa, y poco a poco el ronroneo se apoderó de ella haciéndole olvidar todo lo demás. El conductor tampoco parecía ajeno a su influencia, ya que a menudo giraba la cabeza hacia atrás, cada vez más distraído.

Susan dejó de ver los edificios. Tenía la mente llena de hojas verdes, lluvia, flores y monos. Sus oídos percibían, por debajo del ronroneo, cantos de pájaros y el croar de las ranas. Le gustaba todo eso. La hacía sentir como en casa.

La mujer apoyó una mano en la de su compañero y lo miró sin decir palabra. No hacía falta. El conductor adivinó lo que ella quería decirle y se limitó a girar el volante, desviando al camión del flujo de vehículos. De esta manera llegó a una calle poco transitada, y ahí pisó el freno. El ronroneo era más fuerte que nunca, y ahora también lo acompañaba el latido de un corazón. Susan pensó que era como una especie de música. Música de vida salvaje.

El hombre y la mujer descendieron del camión y fueron hasta la parte de atrás. En la jaula, el tigre se lavaba una pata con la mayor tranquilidad del mundo, aunque dejó lo que estaba haciendo y se puso en pie al ver a ambos humanos. No intentó hacerles daño cuando ellos se acercaron para abrir la puerta de la jaula.

Segundos después, Susan tenía al tigre justo frente a ella, sin barrotes de por medio. No había agradecimiento en los ojos del felino sino más bien una profunda soberbia. El orgullo de un rey. La mujer se puso de rodillas y extendió una mano. Estaba indefensa y lo sabía, pero no le importaba; se sacrificaría de buena gana en caso de que el tigre tuviera hambre y decidiera tomarla como su próximo alimento.

El animal acercó el hocico a la mano y permitió que Susan lo acariciara. Ella inclinó la cabeza y miró al suelo, y sus dedos recorrieron el pelaje del animal pasando por su frente, sus orejas y los mechones blancos a ambos lados de su cara. No era suave sino áspero y recio, la mejor protección contra los elementos. La mujer habría podido quedarse así durante horas.

El tigre se apartó y luego Susan percibió una corriente de aire a su derecha. Cuando ella se giró, el animal había desaparecido entre los edificios como si la urbe fuera otra especie de jungla. Susan lo habría seguido... pero tenía algo más que hacer.

La mujer le indicó al conductor que regresaran al vehículo y ambos continuaron de camino al zoológico.

G. E.

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[Nota: Escribí este cuento en 2011 y lo publiqué en un blog que ya no existe porque no lo visitaba casi nadie. En fin, aquí les va de nuevo,...

LA MALDICIÓN DEL TIGRE (1)

[Nota: Escribí este cuento en 2011 y lo publiqué en un blog que ya no existe porque no lo visitaba casi nadie. En fin, aquí les va de nuevo, espero que tenga más lecturas esta vez :-D]


Los sonidos de la selva llenaban el aire tanto como la humedad y el calor, completando aquel entorno salvaje por el que los humanos se desplazaban con el mayor sigilo posible. Esto último no resultaba nada fácil; la vegetación era espesa y a menudo obstruía el camino, y los insectos picadores no dejaban de acosarlos. A Randy Winston, sin embargo, nada de eso le importaba. Hacía más de diez años que no pisaba una selva de verdad, y tal ambiente reconfortaba su espíritu de cazador. O mejor dicho, su espíritu de ex cazador.

La expansión humana había reducido los espacios vírgenes a unos pocos parches aislados. Existían reservas y zoológicos, por supuesto, pero sin las grandes extensiones que permitían la diversidad genética, buena parte de las especies grandes se hallaba al borde de la extinción. Era por eso que Winston ya no cazaba. Simplemente no quedaban presas, y el hombre había puesto sus servicios a la orden del World Wildlife Fund for Nature con la esperanza de que algún día sus animales favoritos volvieran a recorrer el mundo con libertad. Los activistas del WWF no lo tenían en muy alta estima debido a sus intenciones, pero hacían buen uso de su habilidad para el rastreo y su puntería con el rifle de dardos.

Winston apartó una mosca que zumbaba frente a su cara y usó un pañuelo para secar las gotas de sudor que se le metían en los ojos. Necesitaba ver con claridad, dado que las huellas eran muy sutiles y cualquier distracción era suficiente para que se confundieran con otras depresiones del terreno. Además, a sus cincuenta y cuatro años Winston ya no tenía la agudeza visual de su juventud. Debía ser cuidadoso o el animal escaparía. Otra vez.

Los granjeros locales lo llamaban Muerte Silenciosa en hindi. El tigre salía de la selva por las noches, atrapaba a alguien y desaparecía con su víctima en la espesura. Nunca se encontraban los restos del cadáver, salvo quizás algún zapato o pedazo de tela. Sólo un niño había visto al animal, la noche en que éste se llevó a su hermanito de cinco años cargándolo en la boca igual que una gata a sus bebés. Era un gigante, le había dicho el niño a Winston; un gigante del color del fuego, con rayas negras como la noche y ojos amarillos y relucientes como el sol. Y hermoso, muy hermoso. Ése era un detalle que a Winston le había llamado la atención: que el niño alabara la belleza del tigre aunque hubiera devorado a su hermano. Sin embargo, el hombre podía entenderlo. Pocas cosas en el mundo eran más perfectas que un tigre, un ser que reunía gracia, fuerza y astucia en un solo cuerpo, pintado a su vez por la naturaleza con un diseño exquisito. Quien jamás hubiera visto un tigre y lo tuviera ante sí por primera vez, sin duda pensaría que algo tan magnífico no podía ser del todo real.

Quedaban apenas cincuenta y ocho tigres en el mundo, confinados en dos estaciones de cría. El animal de esa selva era el primer ejemplar en estado salvaje del que se tenía noticia en los últimos veinte años, y dado que al parecer estaba solo, el objetivo era capturarlo con vida, trasladarlo a Nueva York y ponerlo ahí con dos hembras fértiles y sanas a fin de obtener cachorros. Era crucial obtener sangre nueva; la endogamia había vuelto a los tigres muy susceptibles a una enfermedad viral, y un nuevo brote de la misma podría matarlos a todos en menos de una semana. Eso había pasado con los guepardos, que ahora sólo existían en los documentales. Era una pena. Nunca más volverían a correr detrás de las gacelas, aunque a decir verdad tampoco quedaban muchas de ellas para perseguir.

Winston se detuvo un momento. Acababa de encontrar una huella muy clara en el barro: cinco almohadillas perfectamente dibujadas. El primer pensamiento del hombre fue que el niño había tenido razón, pues un cálculo rápido le permitió saber que el animal sí era grande, más que el promedio. Algo así como trescientos kilogramos de puro músculo, dientes y garras. Randy Winston se moría de ganas por enfrentarse a él cara a cara, aunque no fuera a matarlo. Sería toda una experiencia.

Por fin llegó el momento en que la nariz del hombre captó su objetivo: el olor de la guarida. Su instinto más primitivo, el de supervivencia, le indicó que retrocediera, ya que ese olor significaba peligro; sin embargo, Winston se había entrenado para desoír ese tipo de advertencias, y lo que mandó fue la voz de su intelecto diciéndole que él era el depredador. La bestia no lograría vencer su inteligencia superior... ni al anestésico que pronto recibiría a través del dardo. Ya eres mío, pensó el hombre, y una sonrisa cruzó su rostro de barba incipiente.

Winston hizo un gesto a sus colegas: tenían que moverse con mayor sigilo todavía para no alertar al felino, cuyo sentido del oído debía de ser muy agudo. El cazador esperaba que, por causa de la hora, el calor y el festín que seguramente se había dado con el último granjero, el animal estuviera durmiendo o por lo menos aletargado. Podría dispararle desde una buena distancia; sólo necesitaba un blanco nítido y medio segundo para oprimir el gatillo. Pan comido.

Winston avanzó unos pasos más. Ya creía ver algo a través de la maleza, unos... ¿muros de piedra? Sí, eso eran, pero no se sorprendió. Había muchos templos abandonados en la región, y a los animales les gustaba usarlos como refugio. El tigre debía de hallarse en algún lugar entre las piedras, a la sombra, en el fresco. Winston rodeó los pocos restos de la construcción... y no vio más que un montón de hojas aplastadas. El hombre titubeó un instante. Luego hizo una mueca de enojo: el tigre los había escuchado llegar. ¡Demonios! No podía estar demasiado lejos, sin embargo, ya que el lecho vegetal se veía como recién abandonado y había huellas muy recientes en su periferia. Sólo tenían que seguirlas y...

Un minúsculo crujido fue el único aviso antes del ataque. Cualquier otra persona habría sucumbido en ese preciso instante, pero los reflejos de Winston estaban a la par de sus sentidos, y el hombre tuvo tiempo de darse la vuelta y dispararle a la mole que estaba cayendo sobre él con las garras desenfundadas y los dientes expuestos, una larga y borrosa mancha anaranjada y negra. El dardo pegó en el blanco; Winston lo vio clavarse en la piel del tigre, y como no había tiempo para nada más, cruzó los brazos ante él para defenderse de la embestida que ya no podía frenar. El dolor fue inmediato, intenso, y le arrancó un grito antes de que el tigre lo aplastara contra el suelo, dejándolo sin aire. La cabezota del felino llenaba todo su campo visual: ojos dorados fijos en él con hambre y furia. Voy a matarte, le decían esos ojos; has invadido mi territorio y pagarás por ello con tu sangre. Aun así, Winston se perdió en la mirada del tigre como si fuera un hechizo, dado que tenía frente a sí a la bestia más admirable que hubiera visto en toda su existencia. Le estaba desgarrando los brazos con una facilidad pasmosa, iba a morderle la garganta a la menor oportunidad y entonces sólo le quedarían unos segundos de vida; no obstante, lo que Winston pensó fue que ojalá sus compañeros no mataran al tigre para salvarlo a él, ya que estaba dispuesto a sacrificarse por aquella criatura tan magnífica. Nunca antes había pensado semejante cosa.

Hubo una confusión de voces y más disparos retumbaron en la selva. El tigre no había soltado a Winston, y sus garras dejaban largas y profundas marcas en su pecho. Los brazos del hombre eran sendos despojos de carne ensangrentada. Winston seguía gritando de dolor. Ya no le quedaba mucho tiempo, lo sabía, y sólo esperaba que el sufrimiento acabara pronto y que el tigre sobreviviera. No era una mala forma de morir, como un cazador cazado.

Las mandíbulas del animal aflojaron la presión. Los dardos estaban haciendo efecto, y poco a poco el tigre perdió fuerzas, derrumbándose sobre su presa como un peso muerto. Winston aún contemplaba los ojos dorados del felino, que se vaciaron de expresión al tiempo que la droga se apoderaba de la criatura, dominándola en silencio. El tigre se había dormido.

Winston se quedó ciego un momento, por la falta de aire y la pelambrera del animal que tapaba su cara. Luego sus compañeros empujaron al tigre a un lado y el cazador vio el primer rostro que se inclinaba sobre él manifestando preocupación.

—Randy, ¿puedes hablar?

El aludido no entendió la pregunta. Giró la cabeza hacia el felino, el cual yacía de costado, respirando suavemente. Sí, era hermoso. Una obra de arte maravillosamente letal.

—Es un rey —balbuceó Winston—. El rey de los tigres.

—¿Qué has dicho? —preguntó el otro hombre.

—Nos estamos llevando el corazón de esta selva—murmuró Winston mientras su propia conciencia se desvanecía—. Habrá... consecuencias.

Después de eso lo invadió la oscuridad.

G. E.

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