[Primera parte de la historia aquí .] El avión cruzaba el Atlántico sin tropiezos de ninguna clase, rozando apenas con su vientre metál...

LA MALDICIÓN DEL TIGRE (2)

[Primera parte de la historia aquí.]


El avión cruzaba el Atlántico sin tropiezos de ninguna clase, rozando apenas con su vientre metálico algunos montones de nubes aborregadas. A la doctora Susan Dale no le gustaba mucho el transporte aéreo, pero ese día tuvo que admitir que estaba bastante cómoda en el compartimiento de carga, sola en la penumbra. Bueno, no exactamente sola. Ella cuidaba a cierto pasajero peludo, y aunque éste no hablaba, su compañía le resultaba más satisfactoria a la mujer que la de muchas personas.

El tigre descansaba en su jaula, despierto pero en calma. Era un poco extraño; después de haber mandado a Randy Winston al hospital con heridas gravísimas, no había dado un solo problema desde su captura a pesar de ser un animal salvaje. La doctora Dale había traído suficientes tranquilizantes para todo el viaje, pero ya pensaba que no tendría que usarlos. Mejor así, por supuesto. Bastante malo era haber tenido que sacar al animal de su entorno como para encima mantenerlo drogado. Esa mirada inteligente, su indolencia gatuna, la elegante pose de esfinge... ella no quería arruinar eso. Y la forma en que el tigre la miraba de reojo la hacía estremecerse, pero no de miedo sino de emoción. Susan estaba frente a una de las especies más bellas del planeta, y cada vez que el tigre le prestaba atención era como un obsequio. Ella no tenía la obligación de cuidarlo, tenía el privilegio de cuidarlo, igual que un tesoro. Además, ya podía verse supervisando a los nuevos cachorros que el animal engendraría, los cuales serían sin duda tan magníficos como él. Las cosas no podían salir de otra manera.

El felino bostezó y luego se dio la vuelta en la jaula para mirar a Susan fijamente, transmitiéndole su fuerza y serenidad. De pronto ella se sintió parte del tigre y su mundo: oculta entre los árboles, escuchando el canto de las aves mientras esperaba a que algún herbívoro incauto se pusiera a su alcance para saltar sobre él y devorarlo. Era el llamado de la naturaleza, exhortándola a convertirse en lo que su propia especie había sido alguna vez, cuando los seres humanos aún no conocían el lenguaje escrito y vagaban por el mundo en grupos, recolectando frutos y cazando animales sin más ayuda que palos y piedras. Era una existencia dura pero sin artificios, y los hombres y mujeres formaban parte de la tierra en lugar de explotarla según su conveniencia. El ciclo de la vida y la muerte en su forma original.

La aversión de Susan por los aviones regresó en toda su intensidad. ¿Qué hacía en una máquina voladora? Ella no tenía alas propias, y sólo así concebía la idea de remontarse en el aire. Se quitó los zapatos. Ahora le molestaban, ya que no le permitían sentir de qué estaba hecho el suelo bajo sus pies. Sin embargo, no se sintió mucho mejor después de quitárselos, debido a la superficie lisa y dura que la sostenía. En ese momento habría dado cualquier cosa por caminar sobre la hierba o la arena, atravesando las distancias con el esfuerzo de su propio organismo. Las máquinas no tenían alma, eran cosas frías y muertas que sólo producían contaminación y ruido.

El tigre ladeó la cabeza. Susan tenía muchas ganas de tocarlo, de acariciar con sus dedos el hermoso pelaje y disfrutar al mismo tiempo de su calor, pero le daba un poco de miedo. O quizás fuera respeto. En comparación con el tigre, ella era muy poca cosa.

El resto del vuelo pasó sin que la mujer lo notara, como si hubiera retrocedido en el tiempo a una época anterior a los relojes, las horas y los minutos. Lo que importaba en ese entonces eran los ciclos de la noche y el día, las estaciones, el hambre y los latidos del corazón. ¿Qué falta hacían los calendarios? Parecía tonto medir lo que no se podía cambiar.

La luz del exterior penetró el compartimiento de carga cuando la puerta se abrió, y Susan vio un par de rostros conocidos pero que le costó muchísimo identificar, dado que sus nombres no significaban nada para ella. En lugar de eso tuvo que recurrir a los olores y las voces, y recién entonces pudo responder con un gesto a los hombres que la saludaron. Ellos se detuvieron y la miraron con extrañeza.

—Doctora Dale, ¿se encuentra bien? —preguntó el que se hallaba más cerca. Susan tuvo que abrir la boca varias veces antes de conseguir articular unas palabras.

—Yo... estoy... bien.

—Ah. ¿Por qué no le avisó al piloto de que hacía calor aquí dentro?

¿Calor? ¿Hacía calor? Ella no se había dado cuenta. ¿De qué estaba hablando el hombre? Susan percibió una brisa fresca en sus brazos, piernas y estómago, y al verse a sí misma descubrió que apenas estaba vestida. Se había quitado la chaqueta además de los zapatos, y había usado las tijeras de su equipo quirúrgico para recortar su blusa y pantalones. No recordaba nada de eso, pero, pensándolo bien, no había sido tan mala idea. Se sentía... más libre.

—Bueno, da igual —continuó el hombre—. El camión está esperando para trasladar la jaula. Ya tenemos los permisos de aduana. ¿Está sedado? Se ve muy tranquilo.

Susan miró al tigre. No había cambiado de posición ni de actitud, aunque sí parecía más alerta que antes. Como si esperara... algo.

Por centésima vez, Susan reprimió las ganas de acariciar al tigre y se dijo que no debía sentir lástima por el hecho de que fuera a pasar de una jaula a otra. Al fin y al cabo, pronto estaría con dos bellas compañeras, en un espacio grande y adecuado a sus necesidades. Viviría muchos años disfrutando todas las comodidades posibles, querido y admirado por los visitantes del zoológico, y... y...

Pero ya no sería un rey, pensó la mujer. Y si la especie no se recuperaba, el tigre se convertiría en una reliquia. No era el destino apropiado para semejante maravilla.

Una hora después, la jaula estaba en el camión y éste se dirigía al zoológico por una calle gris flanqueada por edificios igualmente grises. Las personas circulaban como en manadas de un lado a otro, ajenas a la ausencia de árboles. Había algunas plantas en tiestos, pero eran parte de la decoración.

Susan se percató de lo mucho que odiaba las grandes ciudades. ¿Cómo podía siquiera haber aire respirable entre tantos muros de concreto? El cielo era apenas una franja grisácea allá en lo alto, como si las construcciones humanas también se lo hubieran tragado. La mujer sintió que se ahogaba, por lo que abrió otro botón de su blusa. Ya se le veía el sujetador, pero no le importaba; era su cuerpo, algo perfectamente natural de lo que no tenía por qué avergonzarse. Que el conductor la mirara, si eso lo hacía feliz.

Un sonido empezó a elevarse desde la parte trasera del camión. Al principio era un murmullo suave, pero luego fue creciendo hasta convertirse en un poderoso ronroneo. Susan estuvo a punto de preguntar si algo le pasaba al motor del vehículo, pero entonces supo que el sonido provenía del tigre. No, no podía ser, se contradijo después; los tigres no ronroneaban... ¿o sí? Daba igual. Como fuera, el sonido había opacado el bullicio de la ciudad, desde el tráfico hasta las maquinarias de construcción. Susan no escuchaba otra cosa, y poco a poco el ronroneo se apoderó de ella haciéndole olvidar todo lo demás. El conductor tampoco parecía ajeno a su influencia, ya que a menudo giraba la cabeza hacia atrás, cada vez más distraído.

Susan dejó de ver los edificios. Tenía la mente llena de hojas verdes, lluvia, flores y monos. Sus oídos percibían, por debajo del ronroneo, cantos de pájaros y el croar de las ranas. Le gustaba todo eso. La hacía sentir como en casa.

La mujer apoyó una mano en la de su compañero y lo miró sin decir palabra. No hacía falta. El conductor adivinó lo que ella quería decirle y se limitó a girar el volante, desviando al camión del flujo de vehículos. De esta manera llegó a una calle poco transitada, y ahí pisó el freno. El ronroneo era más fuerte que nunca, y ahora también lo acompañaba el latido de un corazón. Susan pensó que era como una especie de música. Música de vida salvaje.

El hombre y la mujer descendieron del camión y fueron hasta la parte de atrás. En la jaula, el tigre se lavaba una pata con la mayor tranquilidad del mundo, aunque dejó lo que estaba haciendo y se puso en pie al ver a ambos humanos. No intentó hacerles daño cuando ellos se acercaron para abrir la puerta de la jaula.

Segundos después, Susan tenía al tigre justo frente a ella, sin barrotes de por medio. No había agradecimiento en los ojos del felino sino más bien una profunda soberbia. El orgullo de un rey. La mujer se puso de rodillas y extendió una mano. Estaba indefensa y lo sabía, pero no le importaba; se sacrificaría de buena gana en caso de que el tigre tuviera hambre y decidiera tomarla como su próximo alimento.

El animal acercó el hocico a la mano y permitió que Susan lo acariciara. Ella inclinó la cabeza y miró al suelo, y sus dedos recorrieron el pelaje del animal pasando por su frente, sus orejas y los mechones blancos a ambos lados de su cara. No era suave sino áspero y recio, la mejor protección contra los elementos. La mujer habría podido quedarse así durante horas.

El tigre se apartó y luego Susan percibió una corriente de aire a su derecha. Cuando ella se giró, el animal había desaparecido entre los edificios como si la urbe fuera otra especie de jungla. Susan lo habría seguido... pero tenía algo más que hacer.

La mujer le indicó al conductor que regresaran al vehículo y ambos continuaron de camino al zoológico.

G. E.

Siguiente entrada: LA MALDICIÓN DEL TIGRE (3).

VÍNCULO DE LA IMAGEN EN PIXABAY
https://pixabay.com/photos/tiger-cat-big-cat-animal-predator-3264048/

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